sábado, 26 de marzo de 2011

Wolfgang Amadeus Mozart

(Tom Hulce, "Amadeus")

Mozart se divierte ante el emperador.

"Yo puedo ser vulgar, pero os aseguro que mi música no lo es"


Los expertos y los buenos aficionados a la música clásica saben muy bien cómo era Wolfgang Amadeus Mozart. Su cara la hemos visto en grabados antiguos y en los más conocidos óleos de Barbara Krafft, del padre Martini o de Joseph Lange. Para mí, sin embargo, tiene el travieso rostro de Tom Hulce. Así es como me imaginaré para siempre a este genial compositor. Y todo gracias a un actor que se alejó paulatinamente de la interpretación desde el instante en que la película de Milos Forman se convirtió en un éxito mundial. "Amadeus" (1984) disparó la popularidad de Mozart, la cotización del director de la película y la de ese espléndido actor que es F. Murray Abraham. Fue todo un fenómeno de masas y desató, como era de esperar, una apasionante polémica sobre la ficción y la realidad. Pero, por extraño que parezca, no constituyó ningún trampolín para su protagonista esencial, al menos en la gran pantalla.
Viendo de nuevo la película, no encuentro dónde está el pecado de Tom Hulce, si es que se le puede achacar alguno. Debió salir encumbrado, porque su papel es realmente complejo: un cerebro genial, pero con una mente infantil; un joven lleno de vida, pero irresponsable, frívolo y superficial; un músico prodigioso, mimado por la aristocracia vienesa, pero inconformista y orgulloso hasta acabar en la miseria. El personaje oscila entre la caricatura y la tragedia y el actor sale airoso de ese arriesgado empeño.
Creo que, en realidad, Hulce pagó los platos rotos del perfil tan grotesco que el dramaturgo Peter Shaffer le dedicó a Mozart en su obra de teatro "Amadeus", publicada en 1979, y que constituye la base del film. Muchos repudiaron la interpretación del actor como si éste hubiera sido el responsable del libreto y del guión; como si, en definitiva, hubiera malinterpretado al personaje real hasta convertirlo en un bufón. Pero Hulce, y esto se olvida fácilmente, no interpreta a Mozart, sino a Amadeus; no recrea la vida del músico que sigue maravillando al mundo entero, sino a un ficticio ser que surgió de la pluma de Shaffer. Siempre es conveniente tener en cuenta estos detalles.
Pese a todo, no hay tanto de grotesco en este papel como su risa histérica -que, esta vez sí, se inventó el actor- nos pueda hacer pensar. La película cuenta la tragedia de un genio a través de otro personaje, Antonio Salieri, que se encarga de filtrarnos una historia sombría, cargada de tristeza y de fatalidad, en un flash-back muy inteligente. Mozart acaba siendo un genio incomprendido, víctima de esa mediocridad que encarna simbólicamente Salieri. Como digo, nos encontramos ante una ficción, premeditada y preparada, quizá, para provocar la polémica.
Mozart aparece en pantalla cuando Salieri lo ve por primera vez a escondidas sin saber quién es. Persigue a una joven llamada Constanze (Elizabeth Berridge) por el palacio del príncipe-arzobispo Colloredo y juguetea con ella creyendo que están solos en una sala llena de manjares. De repente, el joven escucha un sonido y se incorpora de golpe. "¡Mi música! Han empezado sin mí", exclama. Salieri no puede creer que ese jovenzuelo que habla de forma tan soez pueda ser el genio a quien buscaba para saludarle.
Es atolondrado, bullicioso y jovial, pero absolutamente serio y responsable cuando se trata de su música. Y muy orgulloso. Cuando el arzobispo (Nicholas Kepros) le recuerda que es su sirviente, él le invita a que le despida, porque "es evidente que no os satisfago". Mozart conseguirá quedarse en Viena en vez de regresar a Salzburgo, contratado por el emperador José II (Jeffrey Jones).
Salieri no sólo es el conductor de la película: es también la persona que nos enseña por qué es tan fascinante la música de su odioso colega. A lo largo del film, todo lo hermoso que sale del cerebro de Mozart lo vamos a conocer gracias a las opiniones de Salieri y a su envidiosa admiración. Ya anciano, recluido en un psiquiátrico por haber intentado suicidarse tras proclamar que él asesinó a Mozart, explica con sencillas palabras la grandeza de lo que admiraba:

"En el papel no parecía gran cosa... El comienzo, sencillo, casi cómico. Una cadencia. Fagots, clarinetes, como una oxidada caja de ruidos. Y luego, de repente, sobre ellos un oboe; una sola nota, suspendida, firme; hasta que un clarinete toma su lugar, endulzándolo a una frase de tal deleite... Esta no fue una composición de un mono de farándula. Era una música que jamás había oído. (...) Parecía que escuchaba la voz de Dios... Pero ¿por qué? ¿Por qué Dios elegía un joven obsceno como su instrumento?".

Mozart se prueba tres pelucas: "¿Por qué no tendré tres cabezas?".

Ajeno a los celos de Salieri, a las intrigas de la Corte vienesa y a la ignorancia musical del emperador, Mozart acepta encantado el encargo para componer una ópera. Consigue su propósito de escribirla en alemán, frente a las presiones para que sea en italiano, pero cuando explica que tiene un libreto sobre un harén en Turquía ("El rapto del serrallo"), escandaliza a algunos de los miembros de la Corte. Su risa acentúa la impresión de desdén con que le reciben, sobre todo por parte del director de ópera, conde Orsini-Rosenberg (Charles Kay).
A Salieri lo humillará delante de todos cuando interprete al piano la marcha de bienvenida que le ha escrito en su honor: su versión es notablemente mejor. La larga secuencia resulta divertida y brillante y en ella descubrimos que Wolfgang Amadeus es deliciosamente vulgar, vehemente y, con quien no está a su altura musical, sutilmente insultante y despectivo. En el estreno de la ópera, está a punto de mostrarse así ante el emperador cuando éste, después de elogiar su obra, le hace ver que tiene "demasiadas notas". Mozart no se lo puede creer. Con su música es engreído y presuntuoso. Posee un gran amor propio y necesita constantemente la aprobación de los demás.

- Vuestro trabajo es delicioso. Tiene calidad. Yo creo que aún sobran algunas notas. Sólo eso. Quitándolas quedará perfecto.
- ¿Y cuántas notas creéis que sobran, majestad?

A su vez es infantil, despreocupado y granuja. En la misma escena todos conocen a su prometida Constanze, lo que provoca la consternación y la sorpresa de su soprano, Katerina (Christine Ebersole), con la que, evidentemente, había mantenido relaciones sexuales. Su única forma de salir del paso es su risotada, ese cacareo nervioso que le sirve para todo: para disculparse, para acabar las frases que no sabe cómo terminar, para insinuar excitación, picardía, nerviosismo, pasión o incluso temor, para agradecer elogios o para reflejar emociones, felicidad y diversión.

Constanze y Wolfie, enamorados pese a las adversidades.

La estrafalaria risa de Amadeus ha producido entre los espectadores de medio mundo rechazo sin paliativos y, no sé si a partes iguales, aprobación entusiasta. Creo que es, sin duda, una de las causas por las que Tom Hulce no obtuvo un mayor reconocimiento a su -para mí- espléndido trabajo. Personalmente, me parece un magnífico recurso cómico para expresar en la película todo aquello (disculpas, explicaciones y sentimientos) que hubiera necesitado una excesiva retórica. Es una ingeniosa manera de decirnos muchas cosas, con el tono de la carcajada y con su gesto. A veces parece un breve ladrido (mi preferida) y otras es abiertamente insultante, caprichosa y exultante.
Mozart se sabe el mejor compositor del país y el más querido. "La gente me adora", le dice a su esposa (se ha casado con Constanze pese a la oposición de su padre), ajeno a las maniobras de Salieri para hundirle. El italiano odia a su colega con toda su alma. O más bien odia a Dios a través de Mozart. No soporta que su música sea un lenguaje divino, que "La Criatura" -como le llama- le desprecie o que se acostara con Katerina, su amor platónico.
Salieri urde un elaborado plan para destruirle: primero humilla a Constanze (la escena de ofrecimiento sexual que sólo aparece en la edición del montaje del director); luego evita que Amadeus sea el profesor de piano de una sobrina del emperador, el trabajo mejor remunerado y prestigioso; más tarde lanza calumnias sobre su libertinaje y le advierte al emperador que su sobrina estaría en peligro en manos de alguien tan depravado; finalmente, introduce a una sirvienta-espía para conocer al detalle todo lo que ocurre en su casa.
El problema de Wolfy, como le llama cariñosamente su esposa, es que derrocha el dinero y no tiene ingresos.  Cuando su padre, Leopold Mozart (Roy Dotrice), visita a la pareja en Viena comprobamos que su hijo no está dispuesto a demostrar debilidad ante él ni a pedirle un solo favor. Como orgulloso que es, intenta aparentar que el matrimonio nada en la abundancia y que disfrutan de una vida alegre y feliz. Por eso lleva a su padre a un baile de disfraces, en el que, por primera vez, vemos a un Amadeus incontrolable, estúpido y demasiado infantil. Es una caricatura de sí mismo, pero la escena es necesaria para poder entender su simpleza y, de paso, sus acrobacias al piano.

La música y la bebida acompañan siempre a Amadeus.

Gracias a la sirvienta que ha metido en su casa, Salieri descubre que está trabajando en un libreto prohibido por el emperador, porque alienta la lucha de clases. Se trata de "Las bodas de Fígaro". José II le hace llamar a palacio y esta vez la cita no es como la primera vez. Mozart, hastiado y cabreado por tener que explicar su trabajo y defender su talento, se muestra insultante con todos, excepto con el emperador. "¡Temas elevados! Me tienen harto vuestros temas elevados! ¡Leyendas muertas! ¿Por qué tenemos que seguir escribiendo sólo sobre dioses y leyendas? ¡Personajes tan encumbrados que casi cagan mármol!", explota ante la escandalosa mirada de los demás.
"Perdonadme, majestad. Yo puedo ser vulgar, pero os aseguro que mi música no lo es", se excusará ante el emperador y éste, pese a la opinión contraria de los demás, aceptará que componga una de las óperas más universales de la historia. A lo largo de la película veremos ejemplos sobre la lucha que debió entablar Mozart para enseñar e imponer su prodigiosa creatividad, incomprendida en muchos casos por su estilo rompedor e innovador, más vivo y armonioso que la música del momento.
Llegan malos tiempos para él. "Las bodas de Fígaro" es un fracaso, mientras que una ópera de Salieri triunfa a lo grande en Viena. El italiano le pregunta qué le ha parecido y Amadeus intenta no herir sus sentimientos: "Nunca creí que tal música fuera posible", le dice con disimulado sarcasmo.
La muerte de su padre le sumirá en una etapa sombría, de la que nace la ópera "Don Giovanni", con la tétrica figura de la muerte apareciendo en escena. "Mozart había convocado a su propio padre para que acusara al hijo ante los ojos del mundo", explica muy bien Salieri, quien sigue al tanto de la vida personal de su rival gracias a la sirvienta. Wolfie, que ya es padre, empieza a mostrar profundas ojeras y un aspecto cansado y hundido. Salieri influirá para que la ópera sólo se represente cinco veces.
La tragedia se cierne sobre Amadeus -que bebe y trabaja sin descanso, metido en una espiral destructiva-, cuando Salieri maquine un plan diabólico para volverle loco: un desconocido, oculto bajo la funesta máscara que llevaba Leopold Mozart en la fiesta de disfraces, acude a su casa para encargarle una ópera. Cuando recibe la visita, se sobresalta de terror. Es como si su padre hubiera vuelto de ultratumba para encargarle una misa de difuntos, el famoso Requiem.

Wolfie espera a que se duerma su esposa para salir de juerga.

Sus fantasmas interiores se quedan ahí, porque él sigue saliendo por las noches. Le atraen los espectáculos musicales ligeros, desprovistos de la majestuosidad de la ópera tradicional. Se encuentra a gusto, con su mujer y su hijo pequeño, viendo cómo se divierte la gente sencilla ante un montaje plagado de sorpresas: música mucho más amena, caballos que irrumpen en escena, actores que bajan del techo, enanos, mujeres con ropa más ligera... Comprueba que está más cerca de ese público que del ceremonioso y aristocrático que, por culpa de Salieri, le ha dado la espalda.
Los problemas se le acumulan: trabaja frenéticamente en el Requiem, acepta escribir un vodevil (será "La flauta mágica"), bebe de manera compulsiva, apenas duerme y ya no tiene vergüenza alguna para pedir incluso limosna a un rico hacendado, aunque sin éxito. Se encuentra al borde de la locura y del colapso físico. Su esposa le anima a acabar la misa de difuntos porque es dinero seguro, pero la aterradora figura que le recuerda a su padre "me está matando", le confiesa a Constanze.
Tom Hulce está más espléndido todavía en este tramo de la película. Pasa de ser un joven soberbio, infantil, altivo y lleno de vida a un hombre mortificado por su propia mente, que alberga fantasía, terror, liberación y una creatividad sin límite. Cuando acude a ver a su suegra por la marcha de Constanze, que ya no podía soportar su ritmo de vida, no escucha sus reproches, sólo ve la figura que le va a inspirar para la fabulosa aria "Queen of the night", de "La flauta mágica". Su cerebro funciona de una manera tan vertiginosa que la destrucción es un camino inevitable.
Durante la representación de la ópera en el teatro popular, a la que asiste en secreto Salieri, Amadeus acaba exhausto por el esfuerzo físico y psíquico de los últimos meses. Su colega permanece a su lado, en parte para ayudarle pero, sobre todo, para ser testigo de su hundimiento y de su final. "Con sinceridad, sois el mejor compositor que conozco", le confiesa.

Mozart, moribundo, le dicta el Requiem a Salieri.

La secuencia del Requiem, con Mozart en la cama, moribundo, y Salieri escribiendo lo que surge de su cerebro, me parece uno de los grandes momentos del cine y una excelente lección de música. Apreciamos en toda su dimensión la grandeza de este genio, cómo fluyen sus ideas con asombrosa celeridad o cómo se impacienta ante la lentitud de su colega para comprender la maravilla que está componiendo. Milos Forman le pone música a sus gestos para que entendamos mejor la que, sin duda, es una de las piezas más importantes de la historia.

- Primer fagot y los trombones con los tenores.
- ¿Primer fagot y trombones, dónde?
- Con los tenores.
- ¿Idéntico?
- Pues claro. Los instrumentos doblando las voces. Ahora, trompetas y timbales; trompetas en Re.
- ¡No, no, no! ¡No lo entiendo!
- ¡Oídme! Trompetas en Re. Tónica y dominante, primera y tercera partes.
- ¡No!
- ¡Va bien con la armonía!

Cuando Amadeus agita su puño derecho marcando el sonido, Salieri comprende de repente. Es algo nuevo para él, como si descubriera en ese instante las infinitas posibilidades creativas que aquel hombrecillo enfermo y al borde de la muerte guarda en su interior. También es magnífica la coincidencia entre la creación del Requiem y la agonía de su creador, que lee las partituras con un hilo de voz apenas perceptible. "He sido un estúpido. Creí que no os gustaba mi obra ni yo. Perdonadme. Perdonadme", le dice al italiano antes de caer rendido. Mozart aún despertará lo justo para volver a ver a su esposa y su hijo. Pero es el último esfuerzo que podrá realizar. El requiem que no ha podido terminar se quedará para siempre en su cerebro.
¿Es "Amadeus" una película que traiciona la realidad histórica? En muchos aspectos, sí. Pero desde que la vi por primera vez, hace ya muchos años, siento devoción por Mozart y por su Requiem, una de las joyas universales de la cultura. Y aunque a Tom Hulce se le siga despreciando por algunos excesos de su personaje y pese a que muchos no perdonan las numerosas licencias artísticas que falsean la historia, habrá que aceptar algún día que este actor ayudó muchísimo a mantener viva la memoria del genial compositor.

La película
- Durante el rodaje de la escena de "El rapto del serrallo", en un teatro de la comunista Checoslovaquia, sonó el himno norteamericano y se extendió una enorme bandera de ese país. Todos los extras se pusieron a cantar el himno "excepto treinta personas que no sabían qué hacer, eran miembros de la policía secreta", que se habían inflitrado en el rodaje, recuerda Milos Forman. Todo el equipo del rodaje sabía que entre los extras había agentes infiltrados, pero convivieron sin apenas problemas.
- El director vio en 1979 la obra teatral de Peter Shaffer en Londres, convencido de que iba a aburrirse. A Shaffer le dijo tras el primer acto: "Si el segundo acto es tan bueno como el primero, hago una película", recuerda el dramaturgo y, a la vez, guionista del film.
- Shaffer y Forman se encerraron durante meses en la casa de campo del director para elaborar el guión. Dos horas al día la dedicaban exclusivamente a escuchar la música de Mozart.
- Mel Gibson, Tim Curry, Kenneth Branagh, Mark Hamill, Sam Waterston y los cantantes Mick Jagger y David Bowie fueron algunas de las opciones para interpretar a Mozart.

F. Murray Abraham y Tom Hulce, en el 25º aniversario de la película.

- F. Murray Abraham había sido elegido para un pequeño rol en la película, pero un día Milos Forman le pidió que hiciera de Salieri para replicar a un actor; le gustó tanto su actuación que terminó por darle el papel. Cuenta el actor, entonces desconocido, que cuando le anunció la buena noticia estaba rodando "El precio del poder" como un secundario casi anónimo: "Cuando se enteraron de que iba a hacer el papel por el que suspiraban todos los actores británicos, las estrellas de esa película cambiaron su actitud hacia mí".
- La película sólo se podía rodar en tres ciudades, Viena, Budapest y Praga. Forman, de origen checo, eligió esta última capital no por patriotismo, sino porque "la ineficacia comunista había conseguido que la ciudad siguiera pareciendo del siglo XVIII", explica en el documental sobre el rodaje de la película. Sólo había que echar tierra a las calles, quitar las farolas "y ya estabas en el siglo XVIII".
- Meg Tilly era la candidata ideal para el papel de Constanze, pero un día antes del rodaje se lesionó... ¡jugando al fútbol con unos chavales en las calles de Praga! Elizabeth Berridge fue su sustituta de urgencia.
- F. Murray Abraham, Jeffrey Jones (emperador) y, sobre todo, Tom Hulce tuvieron que aprender a tocar el piano decentemente. Hulce, en especial, contó con un profesor particular durante muchos meses unas cuatro horas al día.
- Los dos actores principales mantuvieron, de forma consciente, una relación distante durante el rodaje, que ayudó mucho a la composición de ambos personajes.
- Tom Hulce confesó que se fijó en el tenista John McEnroe para las escenas en que su personaje es más histriónico y protestón.
- En la excelente secuencia en que Mozart aparece moribundo dictando a Salieri el Requiem, Hulce olvidó deliberadamente parte del diálogo para confundir a F. Murray Abraham y conseguir el efecto de desconcierto que se necesitaba.
- "Amadeus" fue la gran triunfadora en la gala de los Oscar de aquel 1984: Ocho estatuillas, incluida a la mejor película, mejor director y mejor actor: F. Murray Abraham, espléndido. Tom Hulce, que competía con su compañero, se quedó sin premio.


martes, 15 de marzo de 2011

Bess McNeill (Emily Watson)

("Rompiendo las olas")


"Rompiendo las olas" ("Breaking the waves", 1996) es una obra maestra. Se trata, además, de una película necesaria para la historia del cine y para comprender la dimensión creativa que posee este arte. Pero a mí no me interesan tanto la técnica y el estilo narrativo experimentales y su vocación vanguardista como la historia que cuenta y la actuación de sus intérpretes. Creo que "Rompiendo las olas" no sería lo que es, una maravillosa joya, si se tratase tan solo de una controvertida apuesta cinematográfica, antecedente del movimiento Dogma 95, entre cuyos fundadores se encuentra Lars von Trier.
El director danés posee un don especial para extraer magia de sus intérpretes. Sus obras muestran personajes con una extraordinaria carga emocional o con una enorme calidad humana. David Morse, Peter Stormare, Nicole Kidman o Stellan Skarsgard son algunos ejemplos, pero quienes sobresalen de manera sobrecogedora son dos actrices atípicas: la cantante Björk ("Bailando en la oscuridad", 2000) y Emily Watson, que en 1996 tuvo un impactante debut en el cine.
Emily Watson nunca había participado en una película hasta que el director danés la llamó con urgencia para que se aprendiera el papel de Bess McNeill: una mujer inocente, pura, generosa y con una enorme sensibilidad infantil. Bess siente un amor inmenso y enfermizo hacia Jan Nyman (Stellan Skarsgard), un forastero con quien se acaba de casar. Vive en un pequeño pueblo al norte de Escocia, donde sus habitantes se aferran a la doctrina calvinista, una de las más severas y tradicionales de la Iglesia protestante. Pero la joven se siente más a gusto cuando se somete a una especie de ritual de posesión de Dios: ella le habla como Bess, con los ojos suplicantes y abiertos, y ella misma contesta con voz grave y autoritaria, con los ojos cerrados, como si un ser etéreo se adueñara de su mente.
Viendo de nuevo la película, se me ocurren dos referencias cinematográficas del personaje de Bess, ambas del neorrealismo italiano: Gelsomina/Giulietta Masina ("La Strada", de Federico Fellini) y Nanni/Anna Magnani (episodio "El milagro" de "L'amore", de Roberto Rossellini). De Gelsomina tomaría la bondad extrema y su comportamiento infantil; de Nanni, su obsesión religiosa por el amor hasta la conducta paranoica; de ambas, el halo trágico que rodea sus respectivas vidas.
Ansiosa, enamorada, juguetona, inocente... Conocemos a Bess cuando un consejo de ancianos de la iglesia aprueba a regañadientes su boda religiosa con Jan, obrero de una plataforma petrolífera que trabaja en alta mar. Su mirada nos enamora porque apenas puede contener la felicidad, ni siquiera ante los severos semblantes de aquellos viejos recelosos de las tradiciones. Es una niña llena de emociones instintivas: se ilusiona con el amor, se impacienta cuando el novio llega tarde a la ceremonia, se enfurruña si algo le sale mal y pide perdón con humildad (a lo largo de la película pedirá perdón a menudo como si se sintiera perpetuamente culpable) cuando reconoce que su reacción es exagerada o injusta.
Es una mujer adulta con alma de niña e hipersensible. Quizá en una película más convencional nos hubieran explicado cómo conoció al hombre de su vida y cuál es el origen de su comportamiento. Excepto Jan, los demás personajes que la rodean saben que un trastorno mental, quizá originado por la muerte de su hermano Sam, provoca sus infantiles reacciones. Pero Lars von Trier no pierde el tiempo en explicaciones. Y ciertamente no las necesitamos. Suponemos que la muerte de su hermano le causó un trauma psicológico por el que tuvo que ser tratada en una clínica de salud mental, y que se enamoró de Jan al instante, en cualquier día que pudo disfrutar de permiso para abandonar la plataforma en alta mar.

Bess, feliz al lado de Jan.

Jan es otro ser puro y generoso. Corresponde a Bess sin reparos, le hace reír, la trata con un cariño exquisito y, sobre todo, le demuestra que el sexo es un placer y no la oscura perversión que le han enseñado. Ella aún es virgen cuando, en medio del banquete nupcial, se ocultan en un cuarto de baño.
-Hazme el amor.
- ¿Pero aquí? ¿No te gustaría un sitio más romántico?
- Este es precioso.
La boda es un ejemplo del contraste entre una sociedad religiosa muy arcaica y la espontánea alegría que transmiten Jan y sus amigos; estos fuman, beben cerveza, se divierten continuamente y se toman la vida como una experiencia para disfrutar; por contra, el sacerdote, los ancianos, la madre de Bess (Sandra Voe) y casi todos los vecinos son comedidos, serios y aburridos. Ni siquiera tienen campanas para anunciar la boda. Su cuñada Dodo (Katrin Cartlidge), la viuda de su hermano, es la única persona que le ha servido de guía, de amiga y de confidente durante años; no obstante, parece estar algo más adaptada a esa forma de vida tan grave y tan solemne, pese a que, como forastera, tampoco está plenamente integrada. Sólo Bess parece querer escapar de ese lúgubre ambiente. Para ella, hacer el amor es una completa liberación. "¿Cómo has aguantado? ¿Cómo lo has soportado sin estar con nadie?", le pregunta su marido. "Te estaba esperando a ti", responde.
Es tan feliz que puede soportar emocionada los profundos ronquidos de Jan, darle las gracias a su dios por el don del amor, quedarse asombrada con su marido ante la proyección de una película (parece descubrir el cine entonces) y provocar recelos entre la comunidad. Su dicha, o la expresión de su dicha, parece molestar a los vecinos. Ella incluso se atreve a protestar levemente por alguna de las normas inamovibles.
- Es una estupidez que sólo puedan hablar los hombres en la iglesia.
- Muérdete esa lengua, jovencita.
Jan tiene que regresar pronto a la plataforma y esa perspectiva mortifica a su mujer. Como la niña que es, llora sin consuelo; comiendo en casa de su madre y de su abuelo, se encierra en su habitación y se pone a sollozar de espaldas a la pared. Su madre le amenaza con devolverla al hospital si no cambia su comportamiento. Ella repite "lo siento" varias veces, como si esa amenaza fuera terrible. "¿Qué te hace a ti ser tan especial?", le reprocha. El amor que siempre da y que ahora recibe sería la respuesta, pero Bess no dice nada.
Dodo le confiesa a Jan que no se fía de él y le recuerda que su esposa es muy vulnerable, podría empujarla a hacer todo lo que él quisiera. "Ella es más fuerte que nosotros. Lo único que le pasa es que lo quiere todo", replica. Cuando Jan le entrega un regalo, se pone como una niña, feliz, sonriente, excitada. Es un vestido, pero da igual lo que sea, ella lo agradece todo.
Una de las escenas más impactantes de la película -y tiene mucho que ver para ello la técnica de cámara en mano que no deja de observar a Bess- se produce en la despedida. Ella se ha puesto furiosa, no puede soportar la marcha de su marido, se aleja y golpea una tubería con rabia. Parece estar tranquila cuando el helicóptero que lo viene a buscar está a punto de despegar, pero de repente su rostro se transforma, sale corriendo y gritando, abre la puerta para buscar a su marido y él tiene que calmarla de nuevo.

"Todo el mundo dice que te quiero demasiado".

Sin la compañía de su esposo, la vida de Bess se torna angustiosa. Habla con Dios, regresa a casa de su madre y pide siempre disculpas por haber expresado con vehemencia su felicidad. Es capaz de esperar durante horas y horas, encerrada en una cabina telefónica en la carretera, la llamada de Jan. Cuando suena, está dormida y es de noche, pero no le importa. Solloza al decirle que le quiere mucho.
- "Todo el mundo dice que te quiero demasiado, que si descubres cuánto te quiero, podrías disgustarte". 
Jan tardará unos días en volver. Bess se pone histérica porque su cuñada le ha roto un calendario en el que anota de forma obsesiva los días que faltan para el reencuentro. No es el primer ataque de nervios que sufre. Bess baja al acantilado a gritar como una posesa, precisamente donde rompen las olas. Quedan sólo diez días para su vuelta, pero ella no puede esperar.
Todas las conversaciones que mantiene con ese dios imaginario con el que desdobla su personalidad nos dicen mucho de la propia Bess. Olvidemos por un momento que es el dios en el que confía; supongamos que la Bess infantil e inmadura, trastornada por su propia bondad, habla en esos trances con la Bess inteligente, razonable, segura de sí misma, reflexiva y juiciosa. Ella sabe cómo debería ser, pero prefiere ser como es. Hay algo hermoso y mágico en esos encuentros furtivos que se producen casi siempre en la iglesia.
Jan sufre un gravísimo accidente cuando trata de salvar a su amigo Terry (Jean-Marc Barr) en la plataforma petrolífera. Cuando el sacerdote (Jonathan Hackett) se lo anuncia, Bess se desmaya. En el hospital no puede parar de llorar. Le aconsejan que se vaya, pero ella, como hacen los críos caprichosos que no quieren saber la verdad, se tapa los oídos para no escuchar la realidad. Horas más tarde le comunican que vivirá, aunque quizá no merezca la pena en las condiciones en que se quedará: paralítico y en la cama. Ella, sin embargo, sólo se queda con la primera parte, "vivirá", y sonríe sin pensar en las consecuencias. Sólo cuando habla con Dios parece calcular la realidad:
- Padre, ¿aún estás ahí?
- Claro que estoy aquí, Bess, lo sabes.
- ¿Qué está pasando?
- Tú querías que Jan volviera.
Pasa el tiempo. Jan sigue en el hospital, inmóvil, y Bess siempre está con él. Le habla hasta cuando está dormido. Su obsesión alerta a Dodo, que decide dirigirse al doctor Richardson (Adrian Rawlins) para que la trate psicológicamente. Tras su charla, durante unos días la veremos más alegre y divertida, convencida de que tendrá que hacerle la vida más agradable a su esposo. Lo han trasladado a casa en camilla y allí él le cuenta su inquietud: quiere que ella tenga un amante para que disfrute del sexo. La reacción de Bess le desarma: primero se marcha en silencio, incapaz de expresar en ese momento lo que siente, y luego regresa rabiosa e insultante: le llama "paralítico" despectivamente.

Jan le pide que tenga relaciones sexuales con otros hombres.

Jan está a punto de suicidarse tras ese incidente, pero no consigue tomarse las pastillas por muy poco. Como siempre, Bess vuelve dócilmente y pidiendo excusas por lo que ha hecho. El razonamiento de su esposo la convence un poco más: sin su amor no seguirá vivo y para que exista ese amor tiene que estar activo, si no se morirá. Por ello, le pide que elija a un hombre, que haga el amor con él y que luego se lo cuente. "Será como si tú y yo volvemos a estar juntos. Sólo eso me mantendrá vivo. Seremos tú y yo, Bess, hazlo por mí".
Su charla con Dios termina por convencerla. "Muéstrame que le amas de verdad y entonces le dejaré vivir", se dice a sí misma.
Su primera experiencia resulta frustrante. Elige al doctor Richardson. "He venido a bailar", le cuenta. Pero él la rechaza cuando se desnuda en su dormitorio. No puede explicarle por qué lo ha hecho. Comienza así un periodo de inmenso sacrificio en la vida de Bess. Por un lado, está segura de que si hace el amor con otros hombres eso le dará vida a Jan; pero tiene sus inconvenientes: a los ojos de la gente se va a convertir en una frívola y despiadada buscona que aprovecha el estado inerte de su marido para hallar placer en otros hombres. Cuando masturba al pasajero de un autobús, se baja mareada, vomita y llora de vergüenza y de asco. Su único consuelo sigue siendo su charla en la iglesia.
- Padre, perdóname porque he pecado.
- María Magdalena pecó, sin embargo es uno de mis seres más amados.
La joven esposa se siente presionada por todos los flancos. Dodo le reprocha que sea tan estúpida como para creer que puede salvar a Jan con ese comportamiento. "Una mujer debe pensar por sí misma. Lo que estás haciendo empeora las cosas". Jan no tiene bastante con lo que le ha contado, necesita mucho más. "¿Por qué te vistes así? Estás horrible. Pareces una viuda. Y no me he muerto. A lo mejor te gustaría que me muriera".
Bess se decide finalmente a actuar. Pide ropa más sexy, acude a una taberna y se le insinúa a un tipo, que la confunde con una prostituta. Ella llora amargamente cuando practican el sexo. Medio atontada, como si fuera un zombie, se deja ver en el hospital con su ropa tan provocativa. Sin poder defenderse ni explicar sus razones, primero tendrá que escuchar a su madre, que le habla con dureza; luego, con el doctor Richardson:

- Por Dios, ¿es que no ves que él te está obligando a que te folle cualquier hijo de vecino y que tú no eres así?
- Yo no hago el amor con ellos, hago el amor con Jan. Y le salvo de la muerte.

Ante el médico, que por sorpresa le declara su amor, muestra una asombrosa madurez, como si fuera otra persona capaz de un razonamiento superior. El espléndido diálogo, con un doctor desesperado y confuso, superado por una mujer a la que creía loca y estúpida, anticipa el camino a la destrucción que va a emprender Bess. Ella está tan convencida de salvar a su marido mediante el sacrificio como, según cuenta la tradición cristiana, el hijo de Dios salvó a la Humanidad con su muerte. Bess, al igual que Jesucristo, vuelve a hablar con su dios, pero por primera vez no encuentra respuesta.

Expulsada de la rígida iglesia protestante.

Estamos ante una película con un fondo religioso incuestionable. Lars von Trier, católico de padres ateos, pasa factura al protestantismo más severo e inflexible y se alinea con una mujer que está mucho más cerca del cristianismo genuino. La escenificación de su calvario tiene varias fases: el intento de sádica violación en el barco; su posterior expulsión de la iglesia y, por ende, de toda la comunidad; su intento de reclusión en un hospital psiquiátrico, tras haber firmado Jan el permiso pertinente; el desprecio de su abuelo y de su madre o el martirio de los niños que antes la saludaban con cariño y ahora la apedrean entre insultos. Humillada, herida y trastornada, el cura será incapaz de ayudarla cuando acuda de nuevo a esa iglesia implacable y despiadada.
Sólo Dodo acude y le cuenta que Jan se está muriendo. Bess sonríe: sabe lo que tiene que hacer, volver al barco donde la maltrataron. Dios vuelve a estar con ella mientras avanza camino de su particular crucifixión.
El desenlace de "Rompiendo las olas" se puede entender como un milagro. Una vida muere para que otra se salve. "Si tuviera que cambiar la palabra neurótica o psicópata la cambiaría por la palabra buena", dice el doctor ante el tribunal que juzga el trastorno mental de Bess. Pero la bondad no es una enfermedad y, ante los ojos de la comunidad, no ha habido ningún milagro, pese a que Jan ha escapado de la muerte y su vertiginosa recuperación le permite llevar sólo una muleta. Sin embargo, ¿por qué en ese pueblo sin campanario están sonando unas campanas? Jan, que llora amargamente, sabe la respuesta.

La película
"Rompiendo las olas" se puede considerar una película religiosa, muy al estilo de Carl Theodor Dreyer. Trier se fijó especialmente en "Ordet", "La pasión de Juana de Arco" y "Gertrud".
- Helena Bonham Carter iba a encarnar en un principio a Bess, pero rechazó el proyecto en el último momento y el director tuvo que llamar a última hora a esa actriz desconocida que era Emily Watson.
- La película pertenece a la trilogía "Corazón dorado", a la que también se adscriben "Los idiotas" y "Bailar en la oscuridad".
- El origen del film es, precisamente, un cuento de hadas infantil llamado "Corazón de oro", que el director leía de pequeño; es la historia de una niña de alma pura que se adentra en un bosque lleno de peligros.
- Lars von Trier tardó más de cinco años en acabar la película desde que tomó la idea, debido a que en algunas fases del proyecto se desencantó y no lo vio claro.
- La edición y el montaje de la película fueron muy audaces, sin reglas, al igual que el rodaje. El director dio libertad a sus intérpretes para que se movieran como quisieran. En unas pocas ocasiones captamos incluso la mirada de Emily Watson sobre la cámara, como pidiendo consejo o autorización, y Lars von Trier decidió incluir esos planos. El uso de video y de la cámara en mano le dieron el sello definitivo de película anticonvencional.
- El éxito del film se vio acompañado por el Gran Premio del Jurado en Cannes, el Goya a la Mejor Película Europea, la nominación al Oscar de Emily Watson como mejor actriz y algunos galardones más.




miércoles, 9 de marzo de 2011

Peter Warne (Clark Gable)

"Sucedió una noche"

Peter y Ellie, tal para cual.

Reconozco que abrí este comentario pensando en esa extraña y fascinante mujer que fue Claudette Colbert. Sus principales comedias ("Medianoche", "Un marido rico", "La octava mujer de Barba Azul" o "Sucedió una noche") son tan maravillosas que a la fuerza hay que pensar en ella como figura indispensable del género. Pero tiempo habrá de hablar de esta actriz, porque viendo una vez más "Sucedió una noche" ("It happened one night", 1934), de Frank Capra, uno no puede dejar de admirar la irresistible actuación de Clark Gable en el papel de un periodista orgulloso, avispado, perspicaz, canalla y noble a la vez.
Peter Warne es un hombre modesto, directo e íntegro, que sabe buscarse la vida en las peores situaciones. Detesta la hipocresía y la ostentación y no soporta a los parásitos, sobre todo si son de la alta sociedad. Es un espíritu libre incluso en su profesión, un freelance de las noticias importantes, de esas que se trabajan a pie de calle, con los cinco sentidos pero con honestidad. Para que lo entendamos: Peter preferiría vivir en la miseria antes de coaccionar y humillar en la calle, de manera infame y nauseabunda, a una pobre mujer que sufre ataques de ansiedad y una gran vergüenza, para que revele que su marido es un asesino.
Puede ser maleducado, cínico, exigente e impaciente. Arrogante y orgulloso hasta el insulto. E intolerante con la estupidez. O soberbio, hasta el punto de perder un empleo por insultar al jefe. Así aparece en pantalla, en una cabina telefónica, rodeado de colegas borrachos que están asombrados ante el tono que emplea con su director, Gordon (Charles C. Wilson)"Escucha, cara de mono: al despedirme, despides al mejor sabueso que tu periodicucho ha tenido nunca". Cuando les hace creer que su jefe le pide disculpas para que vuelva a trabajar (en realidad, el director ya ha colgado el teléfono) sabemos que, además de todos sus defectos y virtudes, es muy vanidoso.
"Dejad paso al rey", corean a su paso sus embriagados compañeros cuando abandona la cabina. Curiosamente, así llamaron años más tarde a Clark Gable en Hollywood: "El Rey". Cuentan que en 1938, sin haber protagonizado aún "Lo que el viento se llevó", sus entusiastas fans le asaltaban a la entrada de los estudios de la MGM; Spencer Tracy no podía acceder debido a la multitud que rodeaba a Gable y gritó: "¡Viva el rey, pero dejad libre el paso!".
Peter Warne está acostumbrado a la supervivencia permanente. A fuerza de buscarse la vida, seguramente desde niño, posee un talento innato para salir adelante y para manejarse con éxito ante cualquier situación adversa. Pertenece a la clase social más luchadora, la que aprecia el valor de las cosas porque cuesta mucho conseguirlas. Por su condición humilde y por tratarse de un periodista (oficio muy cinematográfico en los años 30 y 40), comprendemos que durante años debió trabajar en múltiples trabajos sin descuidar la cultura, la necesidad de aprender constantemente.
Ser un tipo duro y tener sentido del humor es una combinación que se adaptó muy bien a la fisonomía y al carácter de Clark Gable, precisamente a partir de esta película. Nada más subir al autobús en Miami Beach con rumbo a Nueva York (casi dos mil kilómetros de viaje, nada menos) se enfrenta con el conductor, que le amenaza con darle un puñetazo por haber tirado los paquetes de periódicos a la calle para desocupar unos asientos. "Oiga, amigo, si a usted no le gusta mi nariz, a mí sí; pero siempre la tengo descubierta para que si alguien quiere darle un puñetazo, lo haga", le desafía. El indeciso conductor (un joven Ward Bond) sólo se atreve a responder "¿Ah, sí?", lo que desarma cómicamente a Peter.

El primer encuentro entre Ellie y Peter.

En ese instante conoce a Ellie Andrews (Colbert), la caprichosa e irascible hija de un multimillonario. Se ha escapado de la vigilancia de su padre, Alexander Andrews (el genial Walter Connolly), para volver con un tipo que, según su progenitor, sólo busca su fortuna. Ellie se ha casado con él, pero Alexander ha anulado el matrimonio, decisión que ha precipitado la fuga de su hija.
El encuentro entre ambos no es muy afortunado. Peter ya ha tenido que enfrentarse con el conductor y no se deja avasallar por esa chica altiva que le ha robado el asiento. Así que se sienta a su lado, se pone cómodo y enciende su pipa con entera satisfacción.
El segundo roce entre ambos surge cuando se detienen en una ciudad. Peter la observa desde lejos y ve cómo un individuo le roba su maleta; persigue al ladrón sin resultado, pero ella ni se da cuenta de lo que ha ocurrido; cuando Ellie se niega a denunciar el robo (para que no se desvele su identidad y su padre pueda encontrarla), él no comprende ni sus modales ni esa indolencia. Será el primer choque de clases entre ambos.
Para no dar explicaciones, decide sentarse en otro sitio, pero su acompañante ronca y se le duerme encima, ante la atenta mirada de Peter desde el fondo del autobús. El periodista es un tipo juguetón: cuando ella vuelve al asiento, se hace el dormido y coloca su brazo para obstaculizarla. Sin palabras que entorpezcan ni expliquen ese cómico momento, la escena resulta tan entrañable como divertida.
En Jacksonville (ha transcurrido sólo un tercio del camino), el autocar se detiene media hora. Ellie se ha dormido sobre el hombro de su acompañante y cuando despierta decide ir a comer algo... nada menos que al hotel Windsor. Como seguramente ha hecho toda su vida, da por hecho que todos están pendientes de ella y que el autobús la esperará. A Peter no le encaja ese comportamiento tan elitista y encastado con una chica que viaja en un medio de transporte tan barato. Su instinto periodístico se pone alerta. Cuando Ellie regresa, el vehículo se ha marchado, pero él esta ahí esperándola. "No logrará su propósito, señorita Andrews. Su padre le encontrará antes de que llegue a Nueva York", le suelta mientras le muestra la noticia de su desaparición en un periódico. La chica intenta arreglar la situación de la única forma que sabe, con dinero y sobornando voluntades, pero la respuesta de Peter es demoledora:

- "La catalogué al instante como niña caprichosa de padre rico. Está acostumbrada a hacer lo que se propone, pero siempre con el dinero de su papaíto; nunca falla, ¿cierto? ¿Conoce la palabra humildad? No, no la conoce. Apuesto a que nunca se le ha ocurrido decir: 'Por favor, estoy en un apuro, ¡ayúdeme!'. Eso significaría rebajarse ante un semejante".

Peter se va muy digno... pero al instante lo vemos en un despacho de telegramas de la Western Union, enviando un mensaje al director de su periódico que le ha despedido: tiene la noticia del año y no la va a dejar escapar... aunque para ello va a tener que mostrarse absolutamente indiferente ante esa mujer altiva y caprichosa. Sólo cuando la situación lo requiera, volverán a juntarse. Por ejemplo, al reanudar el viaje en otro autobús: Warne la libra de un pesado llamado Shapeley (Roscoe Karns, un secundario muy activo en los años 30 y 40, pero que ha pasado desapercibido en la historia del cine) porque no quiere que nadie pueda poner en peligro "su" noticia. Quizá también por hacerle un favor a la desesperada Ellie ante la perspectiva de un largo y penoso viaje al lado de un tipo insoportable, algo que, desde luego, no se lo confesará. "Olvídelo, no lo he hecho por usted; su risa me ponía nervioso".
Sin quererlo, Peter empieza a cuidar de ella poco a poco. Con autoridad y brusquedad. A Ellie le queda poco más de un dólar en el bolso, pero pretende gastar como si su padre estuviera a su lado. El periodista le prohíbe que compre chocolatinas y, con mayor audacia, alquilará un bungalow para ambos, más barato, haciéndose pasar por marido y mujer. El autocar tiene que detenerse forzosamente al quedar cortada la carretera y los pasajeros se buscan la vida para dormir en un camping. Peter se mueve con rapidez y consigue lo que quiere.
La escena del bungalow, una de las más brillantes de la comedia clásica, resuelve con mucho ingenio e inteligencia la delicada situación: un hombre y una mujer que no están casados tienen que desnudarse y dormir en la misma habitación. Y estamos en 1934, el año en que se puso en práctica el famoso código Hays de censura. Según esta severa norma, había que mantener el carácter sagrado de la institución del matrimonio y no se podía demostrar de forma precisa cualquier comportamiento sexual ilícito.

Las murallas de Jericó... y Peter sin trompeta para derribarlas.

En la película no hay, literalmente, nada que perturbe ese código, pero contemplamos el busto desnudo de Clark Gable, la ropa interior de ella que cuelga de forma tentadora y una atmósfera de luces ciertamente sensual. Todo según cómo interpretemos la escena y sus miradas. Peter le revela finalmente que ella es sólo un titular y le propone un trato: le ayudará en su empeño de reunirse con su prometido, pese a que el padre ha establecido vigilancia en carreteras, aeropuertos y estaciones de tren; a cambio, él obtendrá la exclusiva de la historia, desde que se fugó hasta que se reencuentre con King Westley (Jameson Thomas).
A Ellie le parece escandaloso el trato y, sobre todo, que tengan que dormir en la misma habitación. Pero su odioso compañero lo tiene todo previsto. Cuelga una cuerda en el medio y una amplia manta para separar el espacio de las dos camas y preservar así la intimidad.

- He aquí las murallas de Jericó. Tal vez no sean tan fuertes como las que Josué derribó con su trompeta, pero sí mucho más segura. Y ya ve: yo no tengo ninguna trompeta.

Merece la pena detenerse un rato en esta larga escena. Ellie sigue paralizada ante la osadía de Peter, que ya no quiere seguir discutiendo sobre el asunto. Como ella no se mueve, empieza a desnudarse con naturalidad, sonriente, con un punto de burla insuperable, pero controlando bien la reacción de la chica.
- "Tal vez le interese saber cómo se desnuda un hombre. Resulta interesante. Un buen estudio psicológico. No hay dos hombres que lo hagan igual. [...] Yo tengo mi propio método; primero me quito el jersey, como ha visto, luego la corbata y la camisa. Según el erudito Hoyle, después vendrían los pantalones... pero yo difiero en eso: me quito los zapatos. Primero el izquierdo, luego el derecho. Y ahora, sálvase quien pueda".
Ellie se marcha rápidamente al otro lado de las murallas de Jericó, a salvo del "lobo feroz". Cuando la chica asume que no hay peligro, le pregunta cómo se llama. No le gusta el apellido. Warne (como warm en inglés) suena a protector y a confortable, justamente lo que es su padre, del que está huyendo. Y Peter hace honor a su apellido en todo momento: le ha prestado su mejor pijama, se ha preocupado por su economía, por su billete y su equipaje; al día siguiente, le ha planchado el vestido, le procura un cepillo de dientes, le prepara el desayuno... Quizá sin pretenderlo es más tutor que compañero de aventuras. Y Ellie es más chiquilla que mujer.

Peter le da una lección sobre cómo mojar en una taza de café.

Warne tiene ideas propias sobre casi todo: El matrimonio, las clases sociales o la manera en que se debe mojar un bollo en el café. Casi se ofende al contemplar cómo lo hace Ellie, permitiendo que se reblandezca la pasta. "Tiene usted más de veinte millones de dólares y no sabe mojar", le reprocha.
La tensión entre ambos se ha relajado y desaparecerá por completo cuando aparezcan en el bungalow dos detectives contratados por Alexander Andrews. La pareja interpreta teatralmente a un matrimonio "normal", que se grita continuamente; cuando los sabuesos se marchan, una corriente de simpatía nace entre ellos.
El viaje se reanuda en un ambiente relajado. Los pasajeros corean una popular canción ("The man on the flying trapeze") y hasta el conductor se contagia. Todos, menos Shapeley, que ha visto la foto de Ellie Andrews en la portada de un periódico y la recompensa que ofrece el padre. Por supuesto, quiere sacar provecho.
Peter es un hombre de recursos y se inventa una historia más sórdida que la fuga; le hace creer que se trata de un secuestro y le amenaza con liquidarlo si se echa atrás. Shepeley huye aterrorizado, con la promesa de que no dirá nada a nadie. El periodista va en busca de Ellie y se marchan a pie por el bosque, aprovechando que el autobús se ha quedado embarrado. "Cuando ese tipo deje de correr, se parará y reflexionará. Tenemos que marcharnos de aquí", le apremia.
La escena del pajar, donde ambos pasan la noche, es clave para entender el súbito cambio que se produce en ambos personajes. Ellie le desquicia cuando le confiesa que tiene hambre y miedo. "No se puede tener hambre y miedo a la vez. Si tiene miedo, eso quita el hambre". Le pone nervioso cuando se queja de su vestido arrugado y cuando rechaza las zanahorias que ha ido a buscar, pese al hambre que tenía. Se acerca para arroparla y ambos se dan cuenta de que tienen ganas de besarse. Pero Peter vence la tentación.
En realidad, está furioso porque se está enamorando de ella y al mismo tiempo le está ayudando a encontrarse con otro hombre. Le molesta que, pese a sus convenciones sociales, sienta atracción por esa joven tan mimada y, en apariencia, inútil.
- ¿En qué está pensando?
- Por extraño que le parezca, estaba pensando en usted.
- ¿De veras?
- Sí. No consigo comprender cómo las mujeres como usted pueden ser tan bobas.
Dos lágrimas aparecen en los ojos de Ellie Andrews, pero él, cansado, irritado y con frío, no se da cuenta de que, por primera vez, ha herido sus sentimientos.

La famosa escena del autostop.

La modestia no forma parte de las virtudes de Peter Warne. Al día siguiente, parados en la carretera, le brinda a su acompañante una divertida e instructiva lección sobre cómo hacer autostop. La clave está en el pulgar, le insiste, y al instante le muestra las diferentes maneras de llamar la atención de los coches. Pero cuando las pone en práctica, ni uno solo se detiene. Desesperado, lo intenta agitando las manos, los brazos y el sombrero. Ellie se levanta y decide probar con su método. "Haré que se pare un coche y no emplearé el pulgar", le advierte. Cuando se acerca uno, se levanta la falda y enseña su pierna izquierda; el conductor da un frenazo. Peter es tan orgulloso y tan soberbio que no quiere admitir ni su humillación ni el triunfo de ella.

- Desnudándose del todo se hubieran detenido cuarenta coches.
- Lo recordaré cuando necesite cuarenta coches.

Su orgullo le lleva a amenazarla cuando ella quiere pedirle al conductor que les invite a comer. Por primera vez le pide perdón por su brusquedad, pero no hay más tiempo para disculpas: el dueño del coche se larga con el equipaje de la pareja y Peter se lanza a perseguirle; vuelve al cabo de un rato con el vehículo del ladrón y sangre en el rostro. La perseverancia es otra de sus grandes virtudes.
Definitivamente, Ellie se ha enamorado de ese hombre que tan pronto la trata con dureza como le llama "pequeña". Ha leído en la prensa que su padre y su marido han llegado a un arreglo para consentir el matrimonio, pero ahora ya no desea ese compromiso. Aunque están cerca de Nueva York, le pide a Peter que se queden a dormir en un motel de Filadelfia. Puede ser la última noche juntos.
Ellie Andrews, pese a su breve matrimonio, no ha estado con un hombre a solas en su vida. Ahora se ha enamorado de su "guardián" y no tiene picardía ni para coquetear. Separados de nuevo por las murallas de Jericó, Peter le confiesa cómo debería ser su amor ideal, una mujer que respire, que viva, que quisiera acompañarle a una isla desierta, "donde las estrellas están tan cerca de uno que parece que puedes abrazarlas con la mano".
Ellie traspasa la muralla y le declara, casi le suplica, su amor. La escena rebosa emoción gracias a la sinceridad que transmite ella y al cariño contenido de él, que le abraza con prudencia. "Vete a tu cama, por favor", es su única respuesta; demasiado dura e insensible para el momento que está viviendo su compañera.
Pero la declaración de amor ha calado en el corazón de Peter, que decide actuar esa misma noche. La deja durmiendo en su habitación y se marcha a Nueva York para escribir la historia de esa odisea que han pasado juntos... con un final feliz. A su jefe le confiesa la exclusiva a cambio de mil dólares; es la cantidad mínima que, a su juicio, todo hombre debe tener para pedir en matrimonio a una chica.
Pero las cosas no salen como había planeado. Los dueños del motel descubren que se ha marchado y expulsan a Ellie; ésta llama a su padre al creer que Peter la ha abandonado y cuando él regresa al motel, feliz, cantando y deseoso de reunirse con ella, comprueba que ya la han recogido su padre y King Westley. Convencida de que el periodista la ha abandonado, ella accede a celebrar una boda equivocada.
La película contiene una gran escena sobre la honestidad de Peter, que transcurre en la redacción del periódico: Al director le devuelve los mil dólares y le asegura que todo fue una broma. De nuevo por orgullo, porque no quiere dar lástima, es incapaz de reconocer que ha sufrido un serio desengaño amoroso. Gordon se olvida de la fallida exclusiva y finge aceptar esa supuesta broma, aunque sabe perfectamente que la historia era verdad.

Alexander Andrews trata de impedir la boda hasta el final.

Alexander Andrews juega un papel determinante en el desenlace. Su hija le revela que está enamorada de otro hombre y, cuando le dice su nombre, el magnate recuerda que ha recibido un telegrama de un tal Peter Warne, exigiendo dinero. Tanto Ellie como él creen que reclama la recompensa, lo que destruye las últimas ilusiones de la chica. Pero el padre decide ponerse en contacto con él. Bien mirado, ambos son iguales, a pesar del abismo del dinero; los dos pertenecen a esa clase social luchadora que da valor a las pequeñas cosas. Peter acude a la mansión nervioso, molesto, brusco, insultante. Se siente incómodo ante el lujo que le rodea y la pomposidad de la fiesta que se está organizando por la boda.
Lo que reclama Peter son los gastos por haber tenido que vender parte de su equipaje para costearse la gasolina: en total, 39,60 dólares. Alexander no puede dar crédito. "A ver si lo entiendo, usted quiere 39,60 dólares además de los 10.000 dólares". El periodista no sabe de qué recompensa le está hablando y se pone muy digno. Le habla de principios y de integridad, mientras su anfitrión le observa con entera satisfacción. Ese hombre díscolo, rudo y honesto le parece el perfecto marido para su hija.

- ¿La quiere usted?

- ¡Un ser normal no podría vivir bajo el mismo techo que ella sin volverse loco! ¡No significa nada para mí!
- Le he hecho una pregunta sencilla: ¿la quiere usted?
- ¡Sí!
- Bueeeno...
- Pero no argumente eso contra mí, yo estoy loco desde hace mucho tiempo.

Alexander dispone del tiempo justo para convencer a su hija, pero habrá que esperar hasta el último momento para que tome la decisión correcta... justo cuando debe dar el sí en el altar. Ellie escapa con un vehículo que le ha preparado su padre. Por la noche, mientras éste zanja la ruptura matrimonial con Westley, la pareja aguarda con impaciencia ese trámite en un motel para derribar, por fin, las murallas de Jericó. Ellie y Peter ya no aparecen en pantalla, pero el sonido de la trompeta nos reconforta.

La película
- "Sucedió una noche" está basada en un corto relato de Samuel Hopkins Adams, titulado "Bus night", publicado en la revista Cosmopolitan. Frank Capra leyó el cuento en una barbería y encargó a la Columbia que comprara sus derechos. Tras un breve paso por la MGM, que contrató a Capra para dirigir un frustrado proyecto llamado "Soviet", el cineasta regresó a Columbia y empezó a estudiar "Bus night".
- El directo hizo caso a Harry Cohn, el magnate de los estudios, y cambió el título, debido a que en esa época proliferaban los relatos y las películas ambientadas en viajes en autobús.
- Myrna Loy, Margaret Sullavan, Constance Bennett y Miriam Hopkins rechazaron el papel que se adjudicó finalmente a Claudette Colbert, aunque la actriz de origen francés impuso como condición un plazo muy ajustado para el rodaje, exactamente cuatro semanas. La entrevista con Colbert le costó hasta sangre a Capra, ya que el enorme perro de la estrella le mordió en una pierna, según cuenta él mismo en su autobiografía "El nombre delante del título".
- La participación de Clark Gable en la película merecería casi un capítulo aparte: Louis B. Mayer, dueño de la MGM, deseaba castigar al actor, que hasta ese momento había interpretado papeles de galán con una alta carga sexual, y que había tenido escarceos amorosos que molestaron al jefe. Era indisciplinado y le gustaba demasiado el alcohol. Mayer lo cedió a la Columbia para escarmentarle. Cuando se entrevistó con Capra, Gable acudió borracho, tartamudeando y lamentando su mala suerte, porque estaba convencido de que le habían rebajado su status de estrella de segunda fila a una categoría inferior. "¿Quiere leerse el guión o prefiere que se lo cuente?", le preguntó el director. "Amigo, me importa una mierda lo que usted quiera hacer", le respondió el actor.
- Clark Gable necesitó poco tiempo para descubrir, en palabras de Capra, "el divertido, infantil y atractivo bribón" que era el auténtico actor. Gable sólo tuvo que interpretarse a sí mismo. Y pese a su inicial desprecio hacia la película, se lo pasó en grande durante el rodaje.
- La escena del autobús en la que los pasajeros se ponen a cantar resultó una iniciativa espontánea. Capra dejó que cada uno actuase por su cuenta y todos se divirtieron cantando, incluidos Gable y Colbert, que parecían dos extras más.
- La película constituyó un enorme éxito, tanto de público como de crítica. Y en la ceremonia de los Oscar se produjo un hecho insólito, al ganar los premios a la mejor película, mejor director, mejor guión (Robert Riskin), y mejores intérpretes principales. Muchos años más tarde, "El silencio de los corderos" igualó ese hito. Fue el único Oscar para Clark Gable, que sorprendentemente no obtuvo la estatuilla por su papel de Rhett Butler en "Lo que el viento se llevó".
Gable y su Oscar.
- La popularidad de Clark Gable se disparó gracias a esta película y el supuesto castigo que la MGM había querido inflingirle se convirtió en una bendición para el actor, ya que su cotización obligó a Mayer a revisarle el contrato de forma suculenta para adecuarlo al de las grandes estrellas.
- Una prueba del impacto que causó Gable lo prueba la anécdota de la industria textil. Cuando los espectadores lo vieron con el torso desnudo en el bungalow,  el negocio de las camisetas sufrió un descenso notable en la venta. Gable tuvo que ponerse una de esas prendas interiores en su siguiente película ante las súplicas y quejas de ese sector.
- "Sucedió una noche" sirvió de inspiración para un inolvidable personaje de dibujos animados: Bugs Bunny o el Conejo de la Suerte, como se le llamó en España. Aunque siempre se ha comentado que la verborrea del famoso conejo parte de Groucho Marx, su creador, Friz Freleng explicó que le sirvieron de modelo Clark Gable, comiendo una zanahoria en la carretera, y el personaje de Shapeley (Roscoe Karns) cuando no para de hablarle a Ellie (Colbert) en el autobús.

sábado, 5 de marzo de 2011

Nina Ivanovna Yakushova, Ninotchka

(Greta Garbo, "Ninotchka")

Nina Ivanovna Yakushova. Sencillamente maravillosa.

"¡Garbo ríe!", fue el acertado lema publicitario utilizado para lanzar "Ninotchka" (1939), de Ernst Lubitsch. Una carcajada de "La Divina" era tan valiosa e insólita como escuchar una palabra de Harpo Marx o ver bailar a John Wayne. La escena en que la actriz sueca se echa a reír sin parar es, a mi juicio, uno de los momentos más entrañables de la historia del cine. Rompe la permanente tensión de su rostro, alivia nuestro espíritu y transforma por completo al personaje. Parece una metáfora más del fabuloso poder que tiene la comedia para cambiar nuestras vidas, algo que Preston Sturges también nos enseñó en su obra maestra -una de ellas- "Los viajes de Sullivan" (1941).
Greta Lovisa Gustafsson (Greta Garbo desde 1922) fue y sigue siendo un misterio de mujer que nos ha fascinado en todas las épocas. En 1941, tras interpretar "La mujer de las dos caras", dejó el cine para siempre, una decisión que sirvió para avivar su leyenda. Tenía 36 años y una carrera profesional admirable. Tras la Segunda Guerra Mundial se trasladó a vivir a Nueva York. Su mítica frase de película, "Quiero estar sola", no le sirvió de nada, porque hasta el final de sus días se vio acosada por fotógrafos, periodistas y curiosos, ansiosos por comprobar cómo el paso del tiempo hacía mella en su físico.
Todo lo que conocemos ahora sobre la Garbo sirve para apreciar mucho más el papel de esa comisaria política soviética, Nina Ivanovna Yakushova, que es enviada desde Moscú a París para negociar la venta de unas joyas que tres disparatados camaradas habían sido incapaces de gestionar tras haber vivido los tres a cuerpo de rey en una lujosa suite. Ahora conocemos mucho mejor la fragilidad de la actriz, su miedo al fracaso y a hacer el ridículo. Ahora se puede valorar en su justa medida el esfuerzo que tuvo que realizar para meterse en la piel de Ninotchka, para sonreír, interpretar la soberbia escena de la borrachera y lanzar esas carcajadas que nos alegran el corazón.
Greta Garbo no aparece en pantalla hasta los dieciocho minutos de película, cuando llega a la estación de tren de París y espera que sus tres compatriotas, Iranoff (Sig Ruman), Buljanoff (Felix Bressart) y Kopalski (Alexander Granach) acudan a recibirla. Ellos buscan a un emisario masculino, seguramente barbudo y severo; uno responde a esa descripción "soviética" pero comprueban que es un nazi. Al fondo, con sus maletas en la mano, aparece la figura rígida, austera y disciplinada de ella, que pronto evita las confianzas con sus sorprendidos colegas. "No tenéis que darle importancia al sexo; venimos a trabajar".
Ninotchka es una fría y desapasionada mujer del Partido Comunista con férreos e insobornables ideales. Le extraña que un empleado de la estación se preste a llevarle sus maletas. "Eso no es un oficio, es una injusticia social", proclama. "Depende de las propinas", aduce el mozo. En el lujoso hotel observa un sombrero de diseño que le causa asombro y tristeza: "¿Cómo puede sobrevivir una civilización que deja que sus mujeres se pongan eso? No será por mucho tiempo". Dentro de la habitación, que paradójicamente es la Cámara Real, les hace ver que el coste diario del alojamiento es exactamente lo que cuesta una vaca en Rusia. "¿Quién soy yo para costarle al pueblo ruso siete vacas?". Finalmente, tras echarles una bronca por su negligencia en la venta de las joyas, pide un cigarrillo; Iranoff llama al servicio, como han hecho tantas veces, y aparecen tres guapas y alegres camareras, que se quedan paralizadas esta vez ante la presencia de Ninotchka. "Camaradas, se ve que habéis fumado un montón".

El emisario político de la URSS es una mujer.

La presentación de Ninotchka es una caricatura hollywoodiense de la mujer soviética: seca, agria y asexual. En esta parte de la película, su visión comunista de la vida y de la humanidad tiene ese filtro capitalista de parodia, exagerado y ridiculizado. Una imagen que, por cierto, no le gustó a la actriz. Pero esto no es un tratado sociológico, sino una película. Y de Lubitsch, que ha sido capaz de reírse del nazismo, del comunismo, del capitalismo y de sí mismo.
Ninotchka aprovecha sus escasos ratos libres para inspeccionar los servicios públicos de París. En la calle tropieza con Leon D'Algout (Melvyn Douglas), precisamente el representante de la duquesa Swana (Ina Claire), la original propietaria de las joyas que están tratando de vender. Pero ella no lo sabe, igual que Leon desconoce quién es esa mujer tan fascinante. Intrigado, decide seguirla.
- Me interesa la torre Eiffel desde el punto de vista técnico.
- ¿Técnico? Creo que no podré ayudarla. Un parisino sólo sube a la torre Eiffel para tirarse.
- ¿Cuánto tarda en llegar al suelo?
El sentido del humor de Leon choca con el pragmatismo de Ninotchka, que evita el flirteo masculino. Cuando él descubre su nacionalidad, se queda encantado; no en vano, ha hecho muy buenas migas en los últimos días con los ingenuos Iranoff, Buljanoff y Kopalski. "¡Una rusa! ¡Adoro a los rusos! Hace quince años que me fascina vuestro Plan Quinquenal", bromea. "Los tipos como usted pronto se extinguirán", replica ella. Desde la torre observan el brillo de la ciudad, de la "civilización caduca": el Arco del Triunfo, Montmartre, otros monumentos... y la casa de Leon, que éste enfoca con el telescopio. Ninotchka le sorprende al aceptar su invitación para visitarla.
Hasta ese instante hemos visto a una mujer directa, muy seria, sobria, digna e imperturbable. Ahora está a punto de aparecer otra nueva mujer, algo más confortable, aunque igual de distante e indiferente. Antes, el encuentro con el mayordomo, Gaston (Richard Carle), que se queda sin capacidad de reacción, no tiene desperdicio.
- Este hombre es muy viejo, no le haga trabajar.
- Él ya se encarga de eso.
- Cansado y cara triste. ¿Le azota?
- No, pero sólo de pensarlo me extasío.
- Un día llegará en que usted será libre. A dormir, padrecito, queremos estar solos.
La escena de seducción resulta divertida por el contraste. Melvyn Douglas tiene esa mezcla de padre de familia y galán curtido que le permite ser un caradura cínico pero bonachón, un parásito inútil que cae bien y una especie de gigoló para la duquesa Swana; ella mantiene su rostro inalterable y considera que el amor es una cuestión meramente química, aunque está deseando mantener una relación con ese individuo. Ninotchka puede ser fría como el hielo, pero no tiene nada de puritana.

Ninotchka y Leon: extraña química entre ambos.

En esa escena nos revela unos pocos datos personales: procede de una familia de la pequeña burguesía, que poseía una hacienda, pero ella se sumó a la Revolución de Octubre y llegó a ser sargento de Caballería. En la guerra ruso-polaca (1920) recibió una herida en la nuca por parte de un lancero polaco. Tenía 15 años.
- ¡Pobre Ninotchka! ¡Pobre, pobre Ninotchka!
- No me compadezca a mí, compadezca al lancero: yo aún sigo viva.
- ¿Pero qué clase de criatura es usted?
- Lo que usted ve: un diente minúsculo en la gran rueda de la evolución.
Mientras Leon le explica la magia de la medianoche y el milagro del amor, que se produce en seres vivos sea cual sea su especie, el rostro de Greta Garbo es maravilloso: atiende con seriedad y un ligero interés, de vez en cuando alza una ceja con parsimonia y sus ojos van desde un punto indeterminado en el aire a la cara de Leon, que está a punto de besarla. Es como si intentara comprender que el sentimiento amoroso es algo más que un proceso químico. "¿Es esto locuacidad?", le pregunta él tras besarla. "No, ha sido un alivio. Otro", responde.
La magia se rompe con una llamada telefónica. A Leon le avisan de que la enviada especial soviética ha llegado a París. Él pregunta cómo se llama y trata de deletrearlo, pero es la propia Ninotchka quien se lo escribe en un papel. Así se dan cuenta de que son adversarios: él representa a la duquesa Swana, a la Rusia blanca, y ella pertenece a la Rusia roja. De nada sirve la atracción que han sentido ni ese largo beso que han disfrutado. "También besé a ese lancero polaco... antes de morir".
La siguiente escena ocupa un lugar de honor en nuestro universo cinéfilo. Ninotchka prescinde del hotel para comer y se va a un restaurante para obreros. Leon la sigue y finge que es el lugar habitual donde almuerza. Está tratando de reconducir la situación hasta ese instante amoroso que quedó interrumpido la noche en que se besaron. Pero Ninotchka, más indiferente que nunca, ni le mira a los ojos. Está comiendo, además, no por deleite o placer, sino para adquirir las calorías justas que necesitará a lo largo del día. Sólo cuando Leon le pide que sonría, ella alza la mirada y se queda sorprendida: "¿Sonreír? ¿Para qué?". La expresión del humor no forma parte de sus necesidades biológicas.
Su acompañante se marca entonces como reto hacerla reír al menos una vez y comienza a soltar chistes, algunos ingeniosos, francamente. Pero es como enseñar humor a un extraterrestre, porque Ninotchka desarma por completo cada intento que realiza.
- Érase una vez dos franceses que iban a América.
- ¿En qué barco?
- Dejémoslo.
Después de varios intentos, la paciencia de Leon comienza a agotarse. Se siente molesto y herido en su ego. Finalmente da con un chiste realmente divertido, absurdo y hasta surrealista ("Un hombre entra en un restaurante; se sienta en una mesa y dice: Mozo, tráigame una taza de café sin nata. Cinco minutos después, vuelve el camarero y dice: Perdone, señor, se nos ha acabado la nata, ¿lo quiere sin leche?"). Todos los comensales del restaurante se ríen a carcajadas. Pero Ninotchka sigue inalterable, comiendo y con la mirada perdida.
Leon está desesperado. Intenta repetirlo y destripa mal el chiste en un desesperado intento por conseguir esa risa imposible. De repente, se apoya en la mesa contigua, ésta se cae por el peso y él acaba en el suelo con estrépito. Cuando levanta la vista, allí tiene a Ninotchka lanzando carcajadas, riendo abiertamente, incapaz de parar. Trata de reprimirse al ver la cara del ofendido Leon, pero es imposible, él también lanza una sonora risotada.

Tres momentos de la inolvidable escena en el restaurante.

El efecto de la risa en esta escena es liberador. Rompe el armazón de Ninotchka y la convierte en una persona comprensible con las debilidades, afable y encantadora. Como si se hubiera quitado una venda de los ojos, ahora contempla la vida desde una hermosa perspectiva y con una actitud tolerante. Delante de los abogados y de sus compatriotas rompe a reír al recordar uno de los chistes que le contó Leon con desesperación. Cuando Buljanoff le sugiere que haga una visita a los alcantarillados de la ciudad, ella le observa y le pregunta que por qué no se corta el pelo.
El ridículo sombrero que luce en el escaparate de una tienda ya no le parece el símbolo de la decadente civilización, sino un divertido atrevimiento que se ha comprado en secreto y que oculta en un armario bajo llave. Se lo llevará puesto a su cita con Leon, que la espera en su apartamento. Por primera vez la vemos sonriente, avergonzada de su propia felicidad, mirando al suelo con timidez ante un hombre que admira su belleza y su encanto. Cuando se besan de nuevo, esta vez con una pasión no disimulada, le confiesa que a veces se despierta en la noche sin parar de reír al recordar esos chistes que aquel día no le hicieron gracia.
Se ha enamorado y en ese momento despiertan casi a la vez su coquetería, su deseo y también sus celos. Ninotchka le pregunta por un retrato que vio en la noche anterior y que ahora ha desaparecido. Es el de la gran duquesa Swana, que Leon ha ocultado convenientemente. "Te lo ruego, nunca me pidas que te regale un retrato mío. No soportaría verme escondida en un cajón. No lo resistiría, me ahogaría".
La pareja sale a cenar y coincide en el mismo local con la gran duquesa, que trata de ridiculizar y de herir a su compatriota. Ninotchka, bella y elegante, mantiene las formas y su dignidad frente a la abierta hostilidad de esa odiosa mujer. Sin darse cuenta, se está emborrachando y quizá por eso no se pregunta cómo Leon ha podido aguantar a esa caprichosa, rencorosa y ruin señora. El champán causa estragos y su efecto permanece cuando ambos se trasladan al hotel.

Ninotchka quiere purgar las culpas de su felicidad.

Lubitsch hizo muy bien al mantenerse firme cuando Greta Garbo le pidió suprimir la escena entera de la borrachera. Está francamente divertida. Los quince minutos, desde que empiezan a beber hasta que él la lleva a su cama para que duerma, son deliciosos, románticos y cómicos. La mezcla es entrañable, pero nos deja un punto de suspense y de alarma: se ha quedado dormida, pero la caja fuerte que contiene las joyas la han dejado abierta después de haber jugado un rato con las piezas más valiosas.
Al día siguiente, todavía en la cama, recibe la inesperada visita de la duquesa, que ha venido a proponerle un trato: le devuelve las joyas que un cómplice camarero le ha robado, a cambio de que regrese a su país y se olvide para siempre de Leon. Lubitsch y sus guionistas se ponen del lado de Ninotchka en el choque ideológico entre ambas. Existe una clara simpatía hacia las ideas (que no hacia el Estado) que representa la joven mujer, frente al autoritarismo zarista que encarna la figura de la aristócrata rusa.
- Me quitásteis mi zar, mi nación y el amor de mi pueblo.
- El amor de las personas no puede quitarse; ni el de 160 millones ni el de una: el amor hay que ganarlo.
Ninotchka acepta marcharse de inmediato para recuperar las joyas del pueblo soviético, pero sólo podrá despedirse de su amante por teléfono. Lo hace con lágrimas contenidas, consciente de que jamás volverá a verlo. Poco después, en compañía de Iranoff, Buljanoff y Kopalski, sobrevuela con nostalgia la torre Eiffel.
Mientras Leon se afana por entrar en la Unión Soviética para reencontrarse con su amor, ella vuelve a su oscura y rutinaria vida en Moscú: desfiles, trabajo y represión. Comparte una habitación con varios camaradas, uno de ellos un inconfundible comisario político; su amiga Ana le advierte de que una prenda femenina que ha traído de París está provocando demasiados recelos. "A partir de ahora la tenderé dentro. No quisiera ver a mi país en peligro a causa de mi ropa interior". Toda una genialidad de guión.

Buljanoff, Ninotchka, Iranoff y Kopalski, juntos de nuevo en Moscú. 

Resignada, generosa y más dulce que nunca, se reúne a cenar con el trío de camaradas de París. Ella se empeña en hacerles ver que Moscú puede ser tan bello y divertido como la capital francesa, pero sin suerte. Durante el encuentro, recibe una carta de Leon, pero se lleva un tremendo chasco al leerla: Querida Ninotchka... y lo demás, censurado. "Los recuerdos no se censuran, ¿verdad?", le consuela Buljanoff.
El desenlace tiene una estructura cíclica. Ha pasado el tiempo y Ninotchka recibe un encargo que no le es desconocido: viajar a Constantinopla para controlar y devolver a la URSS a sus tres inclasificables amigos, que se marcharon de misión comercial a Turquía y no han vendido ni una sola piel. Ella se resiste a pasar de nuevo por esa experiencia, pero el comisario Razinin (Béla Lugosi) le obliga sin miramientos. En Constantinopla recibirá una sorpresa inesperada: allí le aguarda Leon, que ha sabido utilizar sabiamente a los tres camaradas para atraer a su amor. Leon le plantea que hará un bien a su país si se queda con él y ella lo tiene muy claro: "Nadie dirá nunca que Ninotchka fue una mala patriota".
  
La película
- "Ninotchka" está basada en una historia original de Melchior Lengyel, que el ayudante de producción de la MGM Gottfried Reinhard ofreció a los estudios en 1937. Las diferencias con el resultado cinematográfico son abundantes: los tres comisarios son dramáticos, no existen las joyas y, entre otros aspectos, el desenlace nada tiene que ver con el final del film.
- Greta Garbo deseaba trabajar con Lubitsch desde 1929, pero nunca pudieron coincidir. Según declaró a Cecil Beaton años más tarde, la experiencia resultó insatisfactoria, aunque a su amante Mercedes D'Acosta le confesó que se lo había pasado muy bien durante el rodaje por primera vez en su vida (según el libro "Ernst Lubitsch. Risas en el paraíso", de Scott Eyman).
- La actriz sueca se entrevistó por primera vez con el director en su coche particular durante dos horas, ya que la diva no accedió a pasar a los estudios de la MGM. Garbo le pidió que suprimiera la escena en que se emborracha porque le daba miedo hacer el ridículo. No en vano, se trataba de su primera comedia. Lubitsch le replicó que podía cambiar cualquier texto del guión excepto esa escena, primordial para la historia.
- Lubitsch aceptó el encargo porque la Metro Goldwyn Mayer se comprometió a afrontar después el proyecto que a él más le apetecía emprender, "El bazar de las sorpresas", que realizó dos años más tarde.
- Charles Brackett y Billy Wilder ya habían trabajado con Lubitsch en "La octava mujer de Barba Azul" (1938). Ambos, con la aportación de Walter Reisch, le dieron la vuelta al texto original de "Ninotchka" de manera magistral, aunque Wilder confesó que la aportación del director fue vital: "Leía una página, se reía y al mismo tiempo tachaba una línea o añadía algo absolutamente genial".
- La película fue un éxito relativo de taquilla (2,2 millones de dólares, por los 1,3 millones que costó), sobre todo porque "pinchó" en Estados Unidos (1,1 millones), donde "Caballero sin espada", por ejemplo, ganó 3,5 millones.
- La relación entre la actriz sueca y el director alemán fue simplemente cortés. Garbo sólo tuvo que decirle a Lubitsch una vez durante el rodaje que no le gritara, porque no lo soportaba. El realizador admiraba de ella su instinto y su sentimiento para afrontar cada escena, ya que "carecía por completo de técnica interpretativa".